Un refugio de líneas puras emerge entre los viñedos, enmarcando la inmensidad de la cordillera de Los Andes.
Su geometría ortogonal y la materialidad en tonos minerales dialogan con el paisaje sin imponerse.
La implantación precisa, alineada con las hileras de vid, convierte la montaña en protagonista. Hormigón y luz se combinan para crear un espacio de contemplación, donde la arquitectura se vuelve horizonte y silencio.
El edificio trabaja con la luz, se tiñe de rosas y violetas; un instante en que la naturaleza y la obra se confunden, revelando la quietud profunda de la tierra mendocina.